Historias de abusos contra niños que afectan a la Iglesia

RIO GALLEGOS (ARGENTINA)
Fundación Adoptar [Tucumán, Argentina]

June 18, 2010

By Jorge Llistosella

LOS MALOS HÁBITOS

En Abusos sexuales, el periodista Jorge Llistosella investiga en profundidad la pederastia y otros delitos cometidos por sacerdotes, algunos de los temas que más han afectado la credibilidad de la Iglesia Católica en todo el mundo, incluyendo nuestro país, y que obligó al Vaticano a modificar la tradicional política de ocultar las denuncias contra miembros del clero y a permitir la investigación judicial ante denuncias de ese tipo.

Las denuncias de abusos contra menores provocaron un severo daño a la Iglesia Católica y reavivaron los debates en torno a cuestiones polémicas, como el celibato.

Infortunadamente para el narcisismo del sacerdote Julio César Grassi, los escándalos sexuales en Argentina comenzaron antes de que él llegara a este mundo. En 1701 un jesuita, José Mazó, escribió en latín al Consejo de Indias, alborotado por las entretenidas andanzas del obispo Manuel Juan Mercadillo, a cargo de una diócesis que incluía Córdoba y las provincias del Noroeste. “La tinta se pondrá colorada de vergüenza”, supuso Mazó al narrar que Mercadillo había tenido una hija con su criada mulata y varios con una viuda, además de entrar a saco en las rentas eclesiales; por ejemplo, como entonces era posible pagar el diezmo en especie, y haciendo honor a su apellido, Mercadillo lo convertía en efectivo en una tienda pública.

Ingresemos en el siglo XX. Pero seamos precisos: estamos a mediados de 1910 en la calle Bartolomé Mitre, entre Paraná y Montevideo. Pleno Centro de Buenos Aires. Pasa por allí una señora, y cuando se cruza con el sacerdote Gerardo Farsetti, éste empieza a toquetearla mientras le comenta, para que entienda el ir y venir de sus manos, cuánto lo excitan algunas de sus redondeces. La señora, que no es tímida, grita y convoca así a un policía cercano. Llega el agente. El cura sale disparado rumbo a la iglesia Nuestra Señora de la Piedad, buscando refugio en su claustro. Sin embargo, el policía es más veloz, lo atrapa antes de que llegue al atrio y lo lleva hasta la comisaría, donde Farsetti es obligado a pagar una multa de 50 pesos.

El diario Tribuna publica un artículo sobre el caso, escrito por su director, Darío Beccar, quien califica al mano larga como “cura sicalíptico (pornográfico)”, adjetivo que ofende al religioso: acusa criminalmente al periodista y, de paso, también a la dama abusada. El juez González Roura absolvió a la señora y condenó al comentarista a un año de prisión, fallo que la revista Caras y Caretas consideró “un epílogo curioso”.

Si todavía nos acercamos más al presente, el sábado 22 de abril de 1950 aparece el cadáver de una mujer flotando en el Río de la Plata. El cuerpo tiene muestras de que alguien intentó evitar su identificación: le han rapado la cabeza, destrozaron su dentadura, las huellas digitales fueron eliminadas presuntamente con ácido, carece de ropas. Para la época, un enigma.

Pero una mañana suena el teléfono en la redacción del vespertino La Razón. Atiende el madrileño Jacinto Toryho, periodista y escritor refugiado del franquismo en Buenos Aires tras dirigir en España el periódico anarquista Solidaridad obrera entre 1937 y 1939. “El asesino de la mujer que encontraron en el río es un capitán del Ejército que vive en Don Torcuato”, dice una voz femenina. Toryho alcanza a tomar una lapicera con la que anota la dirección que esa voz le dicta antes de cortar.

El periodista comenta el hecho con su jefe, y parte hacia Don Torcuato. Llega a esa ciudad del Gran Buenos Aires. Toryho está frente a una casa con techo de chapa. Toca el timbre. Nada. Golpea la puerta. Nada.

Una vecina que se asoma le responde que allí vivían hasta hace poco “Domingo Massolo, un hombre de unos 40 años, con la esposa y tres hijos”. La vecina cree que Massolo es veterinario en el Ejército. El periodista pregunta quién podrá saber algo más sobre esa familia. Sí, allá, a tres cuadras, vive la señora que ayuda en los quehaceres domésticos a la esposa de Massolo. “Ayer a la mañana fui a trabajar, y en la puerta encontré una nota. Decía que ya no me iban a necesitar. Como yo tenía llave, y en la casa había quedado ropa mía, entré para buscarla. Mire, señor, lo que vi era una mancha grande de sangre en la alfombra, y otra en un espejo. Me asusté mucho, así que cerré con llave y me fui. Le juro señor que eso fue lo que pasó.”

De regreso, ya convencido de que aquel llamado telefónico había sido certero, Toryho fue hasta una dependencia del Ejército y, con excusas banales, pidió la dirección de Massolo. Le dieron una, en la Capital, “donde vive con un hermano”. El periodista y unos amigos suyos comenzaron a hacer una vigilancia diaria, pero Massolo no aparecía. Hasta que se presentó ante el jefe de la Policía Federal, general Arturo Bertollo, y confesó su crimen. Toryho iba escribiendo diariamente su exclusiva historia. Un éxito.

La Razón se vendía como pan caliente, y aumentó su tirada diaria en 40 mil ejemplares. Hasta que de arriba llegó una orden, y el obediente responsable del diario, Félix Laíño, comenzó a eliminar detalles, diluyendo el hecho. Fue entonces cuando otro diario, La Prensa, publicó una nota donde se corregía: “Domingo Massolo no es un veterinario, como hemos dicho en ediciones anteriores. El es un capellán del Ejército”. En realidad, el sacerdote católico Domingo Massolo, quien llevaba una doble vida, en una de ellas había ascendido hasta ser el segundo del vicario castrense. (…) En primera instancia, Domingo Massolo fue condenado a reclusión perpetua, por homicidio con alevosía. Luego el delito se recaratuló a homicidio simple, con una condena a 24 años y seis meses de prisión, que cumplió en los penales de Olmos y Sierra Chica. (…)

El arzobispo Fasolino, quien designó como secretario general a Domingo Massolo –cura concubino, padre de tres hijos, asesino en cierne–, años después mostraría similar favoritismo por el futuro arzobispo Edgardo Gabriel Storni, denunciado como pederasta por tres seminaristas y dos sacerdotes, finalmente condenado a prisión en 2009. Al obispo Mercadillo y a los curas Farsetti y Massolo les gustaban las mujeres. Esta característica apenas provocó un leve malestar en la Iglesia argentina. Ya llegarían tiempos peores.

Ante la ola de abusos sexuales a cargo de miembros de la Iglesia Católica, en 2002 el papa Juan Pablo II dice: “No hay lugar en el sacerdocio para los que dañan a los niños”. Tardío comentario, y tan obvio como si luego de descubrir a un albañil pederasta alguien proclamase que no hay lugar en la construcción para quienes violan a los pequeños. En esos días, el episcopado argentino encomendó a dos hombres un pronunciamiento sobre los curas abusadores. El arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, comenzó mintiendo: “Gracias a Dios, no ha habido muchos que conozcamos en nuestro país, y los que ha habido han sido tratados por la Justicia Penal”.

El aporte del presidente del Tribunal Eclesiástico Nacional, José Bonet Alcón, fue aún menos útil aunque más falso. Según La Nación del 26 de abril de 2002, “dijo que en su vida no se topó con casos de clérigos que abusasen de niños”, pero sí “con casos en los que acusan al sacerdote sin razón –por despecho o por haber sido rechazados– tanto mujeres como homosexuales”. Con la advertencia de que será una visión incompleta, he aquí, por orden alfabético y para estimular las memorias de monseñor Aguer y del tribuno Bonet Alcón, casos con aroma sexual que perfuman a la Iglesia Católica argentina.

Angel Tarcisio Acosta, apodado hermano Angel, coadjutor de la congregación salesiana: en septiembre de 1986 y tras un juicio oral con 38 testigos, la Cámara del Crimen N° 1 de Corrientes lo condenó a 18 años de prisión y accesorias por los delitos de corrupción y violación de menores.

Luis Anguita, sacerdote franciscano, prefecto de Disciplina en el instituto católico Tierra Santa, ubicado en Sánchez de Bustamante 124, Buenos Aires: pocos días después de cumplir su mayoría de edad, una joven se presentó (en septiembre de 2004) ante el juez Julio Lucini y denunció que, con 13 años de edad y siendo alumna del colegio Tierra Santa, conoció al sacerdote, quien la forzó a mantener relaciones. La joven narró al juez que siguió teniendo relaciones con el cura, aunque precedidas por violencia física, golpes que ocurrían durante los juegos sexuales, “en ocasiones, en el altar de la iglesia” del instituto Tierra Santa. Quedó finalmente embarazada. Antes del parto, y como ella alegó la paternidad del sacerdote, éste “comenzó a acusarme de buscarlo”. Tenía 16 años, y ya con seis meses de gestación, cuando nació prematuramente un bebé, “que murió horas más tarde”. Según la denuncia, autoridades eclesiásticas conocieron y habrían encubierto el caso. El sacerdote Luis Anguita fue sobreseído porque “no se pudo probar judicialmente” la denuncia.

José Francisco Armendariz, párroco de Palmira, Mendoza: en abril de 2001 el diario mendocino Los Andes hizo saber que el sacerdote había sido padre de una niña, producto de las relaciones sexuales que mantenía con una joven catequista de 18 años, Paola Vanina Quiroga. Como Armendariz se negó a aceptar su paternidad y esquivaba un examen de histocompatibilidad, un tribunal de familia lo obligó a hacerlo. La prueba otorgó el 99,99 por ciento de certeza, por lo que la Justicia dispuso que el sacerdote reconociera a su hija, entonces de ocho meses. Cuando sucedió el embarazo de Quiroga, el arzobispo de Mendoza, José María Arancibia, trasladó inmediatamente al cura a la parroquia Nuestra Señora del Carmen, en Benito Juárez, provincia de Buenos Aires, para ocultar el hecho. Un periodista de Los Andes entrevistó a Arancibia antes del examen de ADN.

Walter Eduardo Avanzini, párroco de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en Berrotarán, Córdoba: el programa televisivo local A decir verdad difundió, en agosto de 1998, imágenes nocturnas de la plaza San Martín, frente a la catedral, en la ciudad de Córdoba, con la cámara enfocada en un niño, ubicado allí como señuelo. Poco después, un hombre se sentó a su lado y le ofreció dinero por sus servicios sexuales. Ese hombre era el sacerdote Avanzini, quien, además, era médico y la Iglesia le había encomendado funciones en el Instituto Parroquial Berrotarán, donde cursaban casi mil menores de edad. Ante la evidencia de las imágenes, el obispo de Río Cuarto, Artemio Staffolani, recluyó a Avanzini en una casa de retiros espirituales y lo esfumó después en una parroquia de otra provincia.

Mario Borgione, cura carismático que dirigía el Hogar Don Bosco, para recuperación de drogadictos: a la 1.30 de la mañana del lunes 19 de agosto de 1996, en una esquina de Pablo Podestá, provincia de Buenos Aires, Borgione se encontró con Fernando Roldán y Daniel Manna, dos taxi boys. Les ofreció cien pesos para tener nuevamente relaciones (sexo oral, la oralidad a cargo del sacerdote) con ellos. Como el cura solía llevar dinero consigo, Manna y Roldán planearon quitárselo. Con una excusa, consiguieron que Borgione los llevara en su auto hasta la casa de Roldán, donde éste tomó un arma. Fueron hasta un albergue transitorio, en la avenida Márquez, pero al encontrarlo cerrado decidieron concretar en la esquina de Alem y Juan XXIII, lugar conocido como Villa Cariño. Allí, horas más tarde, una patrulla policial encontró el cadáver del sacerdote, con un tiro en la cabeza. En la habitación de Borgione había videos pornográficos y ropa interior de mujer.

Julio David Córdoba (jesuita conocido en la provincia de Córdoba como “el Tío Juan”: a fines de octubre de 1994 el juez de Instrucción Juan José Moya procesó al sacerdote Julio David Córdoba por corrupción de menores. La medida fue apelada, aunque quedó firme por decisión de la Cámara de Acusaciones. El cura –quien entonces tenía setenta años de edad y estaba ligado a la orden jesuita desde los 18– buscaba a sus víctimas entre los chicos que limpiaban parabrisas de automóviles en las bocacalles cordobesas céntricas. Allí les ofrecía mantener relaciones sexuales, a cambio de lo cual les entregaba entre 10 y 30 pesos.

Fray Diego, profesor de catequesis en el Instituto Monseñor Tomás Solari, ubicado en la avenida Don Bosco 4817, Morón, provincia de Buenos Aires: a fines de julio de 2008 Nicolás, un adolescente de 15 años que cursaba el noveno año del Polimodal, chateando con una compañera le confesó que el miércoles 23 de ese mes había sido manoseado por el fray Diego. “Después, en preceptoría, trató de besarme y me dijo que si no le hacía sexo oral no me iba a dejar salir de la sala”, contó

Nicolás.

Jesús Garay: una mujer inició una demanda judicial contra la arquidiócesis católica de Los Angeles, denunciando que el sacerdote Jesús Garay la había violado y, al quedar embarazada, la presionó para que abortase. La mujer, identificada por el juzgado con el nombre de fantasía Jane Doe, agregaba que el cura la violó repetidamente en 1997, cuando ella tenía 17 años y era secretaria part time en la iglesia La Sagrada Familia, en Wilmington, California. Según su testimonio, quedó embarazada en diciembre de 1997, y Garay continuó abusando sexualmente de ella “hasta aproximadamente abril de 1998”. La acción judicial alega que la arquidiócesis no notificó a las autoridades el abuso sexual, no otorgó cobertura médica a la joven durante su embarazo y desprotegió al niño después de su nacimiento. Los registros estadounidenses sobre sacerdotes abusadores afirman que Garay llegó a Los Angeles desde Venado Tuerto, provincia de Santa Fe, Argentina (fuente: The San Diego Union-Tribune, 5 de octubre de 2004).

Ricardo Giménez, sacerdote: en su casa de Los Hornos, provincia de Buenos Aires, fue detenido el 19 de abril de 1996, acusado de abuso deshonesto calificado en perjuicio de cinco menores (de 10 a 11 años) en la iglesia Nuestra Señora de Magdalena, de la que era párroco desde 1994. La denuncia fue presentada el 25 de marzo de 1996 por María Rosa Merlo, madre de un monaguillo.

Julio César Grassi, párroco de Nuestra Señora del Carmen, en Villa Udaondo, Ituzaingó, y director del hogar Felices los Niños…

https://www.adoptar.org.ar/2010/06/18/historias-de-abusos-contra-ninos-que-afectan-a-la-iglesia/